Las tormentas solares extremas son tan frecuentes como las pandemias
Basta sólo revisar los casos de tormentas geomagnéticas de los últimos siglos para ver que ellas son una amenaza real y bastante frecuente para la Tierra. No hay que preocuparse, sino ocuparse.
Desde los años veinte del siglo pasado, la humanidad había vivido en un planeta poco hostil, a excepción de algunas pandemias que no adquirieron el impacto global de la Gripe Española, que precedió a este periodo de calma (1918-1920). El COVID-19 ha vuelto a poner de manifiesto nuestra vulnerabilidad, después de todas esas décadas donde las catástrofes naturales habían sido más locales y el resto de las amenazas muchas veces salían de nuestra conducta. Gracias a esa estabilidad, en este tramo hemos avanzado mucho tecnológicamente y como sociedad.
Desprovistos de grandes contratiempos, se nos ha olvidado que vivimos en un planeta que no está exento de peligros. Las pandemias habían sido cíclicas, así como las grandes erupciones volcánicas y las hoy casi olvidadas tormentas geomagnéticas. No pensar en ellas puede que nos haga vivir más felices, pero eso no nos protege, más bien lo contrario.
La última tormenta geomagnética extrema data del año 1859, cuando una gran eyección de masa coronal solar (CME por sus siglas en inglés: Coronal Mass Ejection) impactó con la Tierra, fundiendo un gran número de telégrafos. En aquel entonces no éramos dependientes del cableado eléctrico, de computadores, celulares o satélites, que probablemente habrían acabado derretidos en aquella oleada de plasma solar, bautizada como evento Carrington. Hoy gran parte de nuestra vida depende de ellos, por eso deberíamos estar más preparados que nunca ante la posible llegada de una tormenta similar.
Afortunadamente, la Tierra tiene un escudo que nos protege de gran parte de los espasmos del Sol: la magnetosfera. Esta ‘burbuja’ magnética desvía un altísimo porcentaje del material solar que se precipita hacia nosotros desde el astro rey. Sin la magnetosfera, el planeta no dispondría del resto de capas que nos resguardan de la radiación ultravioleta, por ejemplo. Gracias a ella el mundo es habitable y por eso los científicos se esfuerzan por comprender su funcionamiento. Solo así podrán predecir algún día el clima espacial y proteger nuestra tecnología, que ahora es mucho más compleja que aquellos telégrafos primigenios.
Las últimas tormentas geomagnéticas extremas
En este tiempo de estudios y observaciones hemos aprendido que hay una serie de signos previos a la llegada de una CME. En el evento Carrington se observó por primera vez un destello de luz blanca emanada por un grupo de manchas solares. Fue el astrónomo inglés Richard Carrington quien lo apreció, de ahí el nombre asignado al fenómeno, junto con su colega Richard Hodgson, ambos aficionados. Esa no es la parte más llamativa. Las auroras boreales son el dispositivo de alerta espectacular de estos fenómenos, apareciendo en lugares inusuales pertenecientes a latitudes medias o bajas. A finales de agosto de aquel 1859 se divisaron en gran parte de Estados Unidos, Europa e incluso en la isla de Cuba.
Conocer este factor ha permitido a los investigadores rastrear tormentas geomagnéticas anteriores y posteriores, gracias a los escritos que apuntan la observación de esos “incendios en el cielo”. En el año 1582 se llegaron a ver en Lisboa debido a otro evento que se considera igualmente extremo gracias, precisamente, a los testimonios manuscritos.
Hay más información de otras eyecciones posteriores, ya en el siglo XX. No tan intensas como aquellas pero también con efectos notables. El 14 de mayo de 1921 una gran tormenta solar provocó desperfectos en Europa y sobre todo la costa este de Estados Unidos, donde la ciudad de Nueva York vio cómo se paralizaba la Estación Central y otras redes ferroviarias. Más próximo en el tiempo fue el evento que paralizó Quebec, concretamente el 13 de marzo de 1989, quedando a oscuras durante casi un día. En el año 2000 otra tormenta geomagnética provocó la pérdida del satélite japonés ASCA.
El apagón en Tenerife de 2019
El apagón de Tenerife de hace año y medio es quizás el caso más próximo y llamativo probablemente vinculado con las fluctuaciones del campo magnético, según declaró Consuelo Cid, experta del Servicio Nacional de Meteorología Espacial español. La totalidad de la isla quedó sin energía eléctrica el 20 de septiembre de aquel año, afectando a casi un millón de personas. Consuelo Cid dijo haber encontrado fluctuaciones magnéticas en el observatorio de Güimar justo en el momento del fallo, coincidentes con un agujero coronal en el Sol que tuvo que ver en esas perturbaciones.
¿Qué pasaría si ahora tuviéramos otro evento Carrington?
Los expertos aseguran que una eyección como la del siglo XIX podría dejar pérdidas incalculables y quizás un apagón de larga duración -varios años, dicen los más pesimistas-. Desde hace tiempo la NASA viene avisando del impacto de un evento así, capaz de interrumpir redes de energía, comunicaciones y GPS, además de provocar espectaculares auroras. Los errores en los sistemas de navegación afectarían al funcionamiento normal de teléfonos, aviones o coches. Esos problemas serían insignificantes comparados con los infinitos daños en los transformadores eléctricos, que podrían ser cambiados, pero eso llevaría mucho tiempo. Deberíamos tener un plan para evitar el problema. La pandemia nos ha demostrado que improvisar no es una buena opción.